UNA REFLEXIÓN
La
patria de un hombre es siempre su infancia. Y la infancia de un hombre dura
mucho, hasta que tiene un trabajo diría y (bueno, entonces, para muchos niños
yunteros, no dura mucho). Y de adulto, desde que encuentra trabajo, el hombre
se refugia en sus recuerdos, en su infancia, y se niega a salir de esa su
patria, y una y otra vez vuelve a aquéllos juegos, aficiones, rincones,
paisajes, aventuras. Intenta recorrer la patria querida con su mujer-madre, con
sus hijos-que-son-él, con sus amigos de entonces que lo son siempre...
Un
maestro tiene la fortuna de poder habitar su infantil patria también en la
escuela, porque todos los alumnos son también sus hijos-que-son-él, de manera
que, convertido en maestro, regresarías a tu patria, y volverías a ser mago y a
ser actor y zoólogo y físico, arquitecto, deportista, astrónomo, ajedrecista,
poeta. Llevarías al aula todas tus aficiones y volcarías en tus hijos-alumnos
todas tus vocaciones para que ellos fuesen descubriendo las suyas. Mientras les
enseñabas Matemáticas y Literatura y Geografía y Gramática... les enseñarías a
ver cuando miran, a pensar cuando leen, a sentir cuando tocan, a soñar cuando
respiran, a madurar mientras crecen, a vivir mientras sueñan... ¡y a soñar
mientras viven!
¿Repetimos
siempre la misma historia, damos vueltas eternamente en la misma espiral que se
inicia desde la primera infancia y acaba en el primer trabajo? Creo que sí.
Pero mientras todo el mundo lo hace como viaje interior recurrente, el Maestro
realiza este viaje de puertas afuera, saliendo de su mundo interior y
proyectando la sombra alargada de su pasado hacia el presente de su entorno
socio-laboral, impregnándolo de sus experiencias, sus vivencias, sus
aprendizajes, y lanzando el mensaje de su aprendizaje hacia el futuro de sus
enseñanzas.
Es
afortunado el Maestro y es afortunada la sociedad que lo acoge cuando lo hace,
que no es ésta, que no es ahora. Peor para ella. Peor para todos.
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